Decía el lacónico Baltasar Gracián allá por el
siglo de oro:
Triste cosa es no tener amigos, pero más triste debe ser no tener enemigos, porque
quien enemigos no tenga, señal de que no tiene, ni talento que haga sombra, ni
valor que le teman, ni honra que le murmuren,ni bienes que le codicien, ni cosa
buena que le envidien.
Qué
tiempos aquellos en que ante la inmovilidad del Tancredo el morlaco apretaba sin
llegar a la cornada y pasaba de largo. Este personaje del pasmo casi
ridículo, subido a un pedestal y ataviado con trapos de otra época quedaba
inmóvil en mitad de la plaza mientras el morlaco buscaba dónde hacer sangre.
Pero la bestia con hierro de la ganadería "manos arriba esto es una crisis"
está vez no está de paso. Lleva años metiendo el cuerno por donde duele y aunque
hace tiempo que tocó hueso insiste hasta el derrote de la peor de las cornadas:
la del hambre. Viene al pelo la imagen de esa charlotada taurina para hablar de
la mayoría silenciosa en la que Rajoy ve inquebrantables aliados de su cruzada:
de la austeridad al cielo. También
entre la vaporosidad informe de esa ciudadanía se camuflan los tancredos
de siempre. La asepsia ideológica suele ser un síntoma claro de una elección
por omisión. Aquella reflexión sartriana de que no elegir no deja de ser una
elección, pues no podemos dejar de ser libres, cala en la conciencia de muchos
"ciudadanos" que no se meten en política porque para eso están los “otros”.
Como en la película de Amenabar, lo peor no es estar muerto, es mucho peor no
saberlo. La dimensión del ciudadano como
sujeto portador de derechos y dignidad en nuestros días se obtiene por legado
de una lucha de generaciones pretéritas. Esta conquista en constante pugna como
contrapeso del poder entre intereses de clase se termina perdiendo si no se
valida cada día. Una lección del tobogán
de la historia. Y no es el hipo de la urna cada cuatro años, ese gran escrache democrático
que va de puerta en puerta, la única forma de revalidar ese tesoro conquistado
a base de sangre sudor y lágrimas por nuestros padres. El único reducto que le
queda al ciudadano ante la traición de sus representantes y la pérdida de
legitimidad en el mandato es el más genuino de los espacios públicos, el origen
de todo posible consenso: la calle. Por esa razón el poder lo disputa con celo criminalizando si es preciso en cada convocatoria
de protesta popular.
Vemos alejarse la espalda de un gobierno, (conviene
distinguir entre gobierno y poder) que huye de los intereses generales a los
que dice servir y que solo muestra la jeta a través de una pantalla plana en
una especie de versión cutre de HAL
9000 en 2001 Odisea del espacio de Kubrick.
Como en la película, la voluntad de la máquina se vuelve contra el hombre hasta
amenazar su existencia y no hay guapo que tire del cable y la desconecte. Con
un programa electoral que ha quedado para envolver bocadillos de baratijo, un
rostro ceceante y torpe que repite desde el otro lado del plasma que todo sacrifico
es por nuestro bien, al más puro estilo de Despotismo
desastrado versión chulo castigador que te suelta aquello de quien
bien te quiere te hará llorar. No puedo evitar traer a la letra aquello que
nos decían nuestros mayores ante cualquier decisión o acto disparatado: “cuando
seas mayor lo entenderás”. Somos pues, eternos menores de edad sin el suficiente
juicio para entender los renglones
torcidos de nuestros “representantes”. Apuesto que el viejo Job ya le
hubiera hecho un corte de mangas a dios, al diablo se llame Rajoy o Rubalcaba ante
tanta prueba de fe como las que tenemos arrostrar cada día.
Al final esa conciencia del distanciamiento
tancrediano se convierte en ocasiones en una especie de prurito ante el que tienen
que buscar justificaciones. Ya bastante tienen ellos, fatales, pacíficos y expectantes
con soportar cabalmente a los hunos y a los otros como para echar más leña a
este fuego lento en el la mayoría estamos pillando un bronce tono cabreo. No son pocas la oportunidades en
las que el “tema” como un fantasma que
recorre Europa sale a conversación tras el
primer buenos días.
El que no está entregado a acariciar la lira en
las alturas, está ocupado en achicar el barco de la vida que una vez tuvo y que
ahora amenaza irse a pique. Hay otros que prefieren esperar el tranvía de la
revolución para subirse en marcha. Los más viven una espacie de estado mental
que E. Fromm definiría como patología de la normalidad capitalista y
un
servidor llamaría: tú tampoco eras clase media.
Desde Aristóteles sabemos que si
no haces frente a tu responsabilidad política vienen otros y la hacen por ti. Luego
a reclamar al maestro armero por conducto legal. La “radicalidad” de la minoría
que hoy grita por una restitución de la soberanía popular, esa entelequia que
de seguir así acabará en mera arqueología del pacto constitucional, no es tanto
un corrimiento a los extremos de los “antisistema”, como un vaciamiento de la escenografía
de la realidad social que va de lo precario a lo ruinoso. Dicho de otra forma: se
están llevando los muebles. Es como un efecto doppler de aquel modelo de
convivencia que está pasando de largo dejándonos un amargo eco de lo que pudo
ser mientras que los tancredos esperan pasmaos a que escampe. Como si el BCE lo
dirigieran hombres del tiempo en vez de banqueros de copete y colmillo retorcido.
La ofensiva de estos grandes señores tiraos al monte donde todo o casi todo
huele a orégano por lo fácil de su paseo de latrocinio institucionalizado,
cuenta además con la usurpación de un estado que se pone al servicio de lo que Galeano ha expresado
claramente: para que el dinero circule libremente hay que encarcelar a las personas. La “indefensión
aprendida” como una lluvia fina que cala desde la cuna hasta la tumba del Tancredo,
moldea una “mentalidad sumisa” tal y como explicara Vicente Romano en su breve
ensayo del mismo nombre. La política como un ejercicio de inteligencia social se
pliega en favor de la religión por venir sus decisiones de un "más allá" y la economía se convierte en dogma que un
cuerpo de sacerdotes canónicos se cuida de interpretar convenientemente. Lo
único que nos resta es ir de romería en romería a pedirle a la virgen que nos
lleve con ella lejos de este valle de miseria y paro.
Cuenta el mito que Zeus convertido
en un toro blanco se echó a los lomos a la confiada Europa que era una moza de
las de "toma pan y pringa". La raptó y la llevó al picadero que Zeus tenía
en la isla de Creta. La pobre perdió su mocedad y quedó desgraciadita de por
vida.
Pues eso, mis queridos tancredos,
como dicen en mi pueblo: si te pilla
el toro, jódete.