jueves, 16 de enero de 2014

La madrugada en que uno deja de vomitar



Hace algún tiempo tuve que sumergirme en la psicología de un personaje cuyo oficio era el de torturador. Interpretarlo desde la perplejidad que me  producían sus actos no me permitía un trabajo sincero. Era necesario entender el camino recorrido por aquellos individuos que ejercen la violencia institucional, como un "burócrata cumplidor" al servicio de un poder que le necesita en ese frente de confrontación social, donde el precio del mantenimiento del orden se hace explícito hasta la sangre. Entender en fin, de qué manera, después de aporrear a un desconocido, por justa que sea la causa que defienda, el “servidor público” vuelve a su casa y da el beso de buenas noches a sus hijos.
El texto de Benedetti “Pedro y el capitán” nos pone en el camino. El fragmento corresponde a un momento  de “debilidad” del Oficial que interroga a Pedro, un preso político.
 
Pedro y el Capitán / M. Benedetti.
CAPITÁN- Es una historia larga y lenta. Ningún trauma infantil. No todo lo malo sucede en la vida debido a traumas de infancia. Más bien un pequeño cambio tras otro pequeño cambio. Ninguna convicción profunda. Más bien una pequeña tentación tras otra pequeña tentación. Económicas o ideológicas, poco importa. Y todo de a poquito. Es cierto que el último impulso me lo dieron en Fort Gulick. Allí me enseñaron con breves y soportables torturitas que sufrí en carne propia, donde residen los puntos sensibles del cuerpo humano. Pero antes me enseñaron a torturar perros y gatos. Antes, antes, siempre hay un antes. Es algo paulatino. No crea que de pronto, como por arte de magia, uno se convierte de buen muchacho en monstruo insensible. Yo no soy un monstruo insensible, no lo soy todavía, pero, en cambio, ya no me acuerdo de cuándo era buen muchacho. (Pausa.) Las primeras torturas son horribles, casi siempre vomitaba. Pero la madrugada en que uno deja de vomitar, ahí está perdido. Porque  cuatro o cinco madrugadas después empieza a disfrutar. Usted no va a creerme...No, usted no va a creerme, pero una noche en que estábamos picaneando a una muchacha, no demasiado linda, picaneándola, ¿se da cuenta? Y ella gritaba enloquecida y se agitaba y se agitaba...(se detiene) 
 PEDRO-  ¿Y qué?
CAPITÁN- No va a creerme, pero de pronto me di cuenta de que yo tenía una erección. Nada menos que una erección, en esas circunstancias. ¿No le parece horrible? Y lo peor fue que al día siguiente, al acostarme con mi mujer, no podía... y empecé a ponerme nervioso... y no conseguía...
PEDRO- Pero al final lo lograste, ¿verdad?
CAPITÁN- Sí, ¿cómo lo sabe?
PEDRO- Siempre se logra.
CAPITÁN- Pero yo sólo lo conseguí cuando puse toda mi fuerza evocativa en la muchacha  de la víspera, que no era demasiado linda. ¿No es espantoso? Sólo logré funcionar con  mi mujer cuando me acordé de la muchacha que se retorcía porque la picaneábamos. ¿Cómo se llama eso? Debe tener una denominación científica.
PEDRO- El nombre es lo de menos.
CAPITÁN- Es por eso que no puedo volver atrás, es por eso que no puedo ceder. Es por eso que tengo que hacer que hable. Ya anduve demasiado trecho por este camino. ¿Comprende ahora? ¿Comprende por qué va a tener que hablar?
 
 Pedro y el capitán se puede definir como una indagación dramática en la psicología del torturador. ¿Mediante qué proceso, un ser normal puede convertirse en torturador?, se pregunta el autor en el prólogo de la obra. ¿Dónde está el punto de no retorno?, nos preguntamos nosotros. Ese desde donde ya no es posible dar marcha atrás, inmerso en una dinámica de creciente crueldad y que reduce al otro a una cosa con puntos sensibles donde aplicar electrodos o aporrear salvajemente hasta la pérdida del conocimiento o en el peor de los casos, la muerte. Un ser tan ajeno a nuestra condición como para no ver en sus gritos de dolor, nada propio que les detenga. Acaso esa línea, esa frontera última de lo humano, se revele en la macabra confesión del Capitán en relación a sus primeras torturas: la madrugada en que uno deja de vomitar, ahí está perdido. 
Qué tiene que ocurrir o haber ocurrido, en el cerebro de un torturador, de un ejecutor de la “legalidad” aunque esa ley sea autoritaria y represiva para que cumpla con su "deber" sin ningún coste moral. Y cuando digo torturador pienso también en esos candidatos de los cuerpos represivos que apalean manifestantes con una saña que desborda la mera disuasión funcionarial. Qué tiene que haber ocurrido a estos aventajados funcionarios dispuestos en su mayoría a ir siempre con celo profesional “un poco más allá”.  
 Ya sea “una historia larga y lenta” como dice el Capitán, ya sea con ayuda de los euforizantes que disparan la adrenalina y acallan cualquier atisbo de conciencia empática, la mera componente sádica que según los entendidos late en todos nosotros, no basta para explicar lo inexplicable. Se necesita aún, algo más: deshumanizar a la víctima, enajenarnos de él hasta tal punto, que tras un proceso meticuloso y premeditado de ideologización se golpea hasta la sangre o  se tortura hasta la muerte. Hay ideología en estos cuerpos, mucha ideología burda y maniquea, pero ideología.

 

Antidisturbios de Aquellos maravillosos años.
¿Dónde está el punto de no retorno?,  Uno se pregunta si el soldado que dirige el tanque en el poema de Brecht no será una pieza más, hecha para matar, en el sentido en que Stanley Kubrick nos mostró en películas como la chaqueta metálica. Pudiera pensarse que el amparar nuestra responsabilidad en el ciego laberinto de una maquinaria represiva como la de un poder superior suspende la responsabilidad de los chicos del trabajo sucio. Las más de las veces, no se tortura o reprime en nombre propio ¡Yo cumplo órdenes! Hartos estamos de escuchar esa “sesuda” exoneración de la barabarie.  “Sacudir” por delegación desde la base del engranaje represivo, sigue la consigna de aquél al que sólo Dios puede  juzgar y cuando digo dios, me refiero no solo a los caudillos de los sistemas dictatoriales sino a la democrática divinización a la que se eleva la facultad de legislar a base de rodillo de una mayoría absoluta deslegitimada, casi desde el primer día de gobierno.  Ejemplos tenemos en nuestra reciente historia. La legalización de la impunidad: ley de obediencia debida; ley de punto final, y más frecuentemente, el perdón para el genocidio de la guerra civil empotrado en la "transición", la amnistía a policías grabados en el fragor de la ejecución de su "deber" que acaba en graves lesiones, cuando no en muerte.

 Juan Antonio González Pacheco, alias Billy El Niño, ex inspector de la Brigada Político y Social.
Se puede objetar que no es lo mismo aplicar unos electrodos en los genitales de un detenido hasta “írseles la mano” que aporrear a un civil hasta abrirle la cabeza, fracturarle las costillas de un pelotazo a bocajarro, o disparar una bala de goma que termina quitando la vida a alguien que estaba en el sitio equivocado.Se trata de una cuestión de grado pero sin duda son momentos del mismo camino. Cabría preguntarse en qué momento de ese camino ya no hay retorno.
Este desempeño de la violencia institucional queda banalmente desnudo de razones cuando otra violencia coactiva de mayor envergadura, ya sea en potencia o de facto, sienta en el banquillo a los otrora servidores de la ley. Nuremberg o Argentina son ejemplos.  Llega el momento de rendir cuentas. Y entonces, desde el banquillo de los ahora acusados, se vuelve a escuchar aquello de: las órdenes venían de arriba. 
Y claro, ¿quién puede condenar a Dios cuando no se ha podido juzgar a su caudillo?